Aquí hay pez encerrado (Parte 2)

Aqui hay pez encerrado

Foto: Sandy Skoglund

La gitana estiró su rollizo brazo para agarrar la bolsa donde se encontraba el animal. El tirón fue tal, que éste empezó a rodar sin descanso junto a las deposiciones contenidas en el interior desde hacía ya una semana. 

— Niño, ¿tú no podrías haber eligío uno más bonico? —dijo la gitana—. Este es de confianza, lleva a lo menos veinte días en la borsa. Pero sí, llévatelo animalico.
—¿Qué nos recomienda darle de comer? —preguntó la Sindy a la gitana—. ¿Cuántos litros debe tener su pecera?
— Dale cachos de pan y colócalo en un vaso de cubata de esos que dan en el quiosco de mi cuñao el tuerto—dijo la feriante—.  Chiquilla, ¿no ves que está medio muerto? Estos bichos son de usar y tirar. Que juegue el niño un ratico y que mañana lo tire por el váter. 
— Señora, que poca sensibilidad tiene usted —dijo Sandalio clavando sus ojos sobre ella—. Ese animalito de ahí tiene corazón y alma, y usted no tiene derecho a cargárselos. Nos lo llevaremos y le daremos el futuro que jamás hubiese tenido con usted.
— Eso, llévatelo —dijo la gitana—. Al final será verda que los animales se parecen a sus dueños. Vaya primor de pareja. Tira con el pescao de aquí, que le atufa el agua a grajos.

Sandalio no daba crédito a lo sucedido en la feria. La Sindy ajena al sufrimiento moral de su hijo, paraba cada cincuenta metros para charlotear con los vecinos del barrio, por lo que el niño decidió poner rumbo a su casa solo. De camino Sandalio empezó a notar como sus pantalones se humedecían y lo primero que se le pasó por la cabeza fue mirar al cielo. En este no se preveía ningún riesgo de lluvia, el firmamento se presentaba pictórico con miles de estrellas que admirar. Aquella noche, tampoco había consumido tanto algodón como para padecer de sus irregulares incontinencias, por lo que solo le quedaba una alterativa. Efectivamente, un agujero en la bolsa de su mascota hacía que ésta estuviese a punto de adherirse al plástico como las bellotas de mar al casco de los barcos. Sandalio intentó taponar el orificio con sus manos y salió disparado esquivando a la juventud, que invadía las aceras de aquella noche de San Juan.

Al llegar al portal de su domicilio echó un vistazo a la bolsa con el optimismo del que solo un niño dispone, pero incluso para su carácter esperanzador parecía ser demasiado tarde. El pez se encontraba boca abajo en el poco mejunje que le quedaba. Había perdido tonos naranjas, resultando en un amarillo rancio similar al de las baldosas de un bar de barrio. El joven abrió la puerta lo antes posible, subió las escaleras del edificio de tres en tres, esquivó las salvajadas verbales de su vecino y consiguió abrir la puerta de su casa tras varios intentos malabares girando el juego de llaves con su boca. En aquel momento no supo qué hacer, dejó al animal en el fregadero y sacó la ensaladera de cristal que su madre recibió como regalo de bodas. Por primera vez aquel cacharro iba a ser útil. Los paquetes de agua se encontraban detrás de él. Los abrió ligeramente separando las coberturas de plástico de izquierda a derecha. Llenó la ensaladera con más de cuatro litros de líquido mineral y un par de cuscurros duros de pan que había en el cajón de la bollería industrial. Colocó el recipiente cerca de la ventana para que el agua pudiese oxigenarse y la luz natural equilibrase la jornada vital del pez. No estaba seguro de todos aquellos preparativos científicos, pero su instinto erudito se le manifestaba de aquella manera. Abrió la bolsa, extrajo la alimaña con delicadeza y la introdujo en su nuevo hogar.

Sandalio no podía sentirse más defraudado consigo mismo, ya que no había sido capaz de socorrer a su mascota como es debido. El pez flotaba encima de los cuscurros de pan. Sus párpados habían adquirido una tonalidad grisácea que transparentaba el estrabismo del animal haciendo aquella escena aún más fatídica. El muchacho no podía más y acabó por darse media vuelta y poner fin a ese esperpento acostándose en la cama de su madre.  El animal por otro lado terminó su viaje, hundiéndose con todo su peso en el fondo de aquel regalo nupcial de los noventa.  

Eran las tres y media de la mañana. El bochorno abrasaba la habitación y la Sindy no paraba de moverse de un lado al otro de la cama. Al abrir los ojos Sandalio no podía creer lo que veía. Junto a la ventana recostado de espaldas y erguido como un guardia civil se encontraba reposando el supuesto difunto pez.

¿Cómo ha podido acabar ahí? – se preguntó el niño en voz alta.

Se levantó cuidadosamente para que su madre no se desvelara. De puntillas quedó enfrente de su espinosa complexión y notó que se movía. Éste estaba respirando fuera del agua como si de un anfibio se tratase. Sandalio alargó la mano para intentar cogerle y llevarle de nuevo a su ensaladera. Cuando apenas se encontraba a dos centímetros del animal, éste se giró y le soltó tal aletazo que el niño calló para atrás golpeándose el cogote contra el pie de la cama.

—¿Quién te crees que eres renacuajo asqueroso? — dijo el pez—. ¿Crees que me iba a marchar sin más?

El niño le miraba con incredulidad, sin dirigirle palabra.

— ¿Es así como tratas a los seres de otras especies? ¿Condenándoles a una vida nefasta y sin futuro?
—Discúlpeme señor pez, intenté hacer todo lo posible para salvarle de aquella mujer —dijo Sandalio—. Pero es que usted estaba ya tan débil…
— Cállate necio, sigues sin entender nada —respondió el animal—.
— Pero yo…—Contesto Sandalio—.
— ¡Pero yo nada! —replicó el pez—. Es hora de que cumplas las consecuencias. Vas a tenerme cerca hasta que te des cuenta de lo que has hecho. Nadie se deshace de un pez de colores, así como así. Llevo siglos viajando tras escapar del Este Asiático. Allí nos veían como comida, ¿sabes? ¡Éramos comida! Luego nos pasaron a las peceras redondas, ¿sabes lo que se siente?

Sandalio negó con la cabeza mientras intentaba encontrarle sentido a la situación. Durante su discurso el pez no paraba de perder la humedad corporal e iba consumiéndose así mismo a gran velocidad.

—Escúchame atentamente —dijo el pez—. Tú vas a ser el que guíe nuestro camino a la libertad.

Sandalio seguía igual, jamás había experimentado la narrativa de un animal y no podía dejar de mirar a su madre, la que no parecía percatarse del espectáculo.

—Pues bien, dado que por un grave descuido la noche pasada decidiste sacrificarme y yo no podré continuar mi misión —dijo el pez—. Tendrás que sustituirme y ser tú la criatura elegida para resolver la epidemia de picaresca que invade a este nuestro mundo. Tendrás que devolver la eterna moralidad al lugar del que nunca tendría que haber escapado.

Sandalio se puso las gafas de la Sindy, pero aún así la escena no variaba, el bicho seguía allí sin parar de hablar y agotando los últimos fluidos de su cuerpo. De repente, el animal comenzó a temblar y a aletear encima de la ventana. Sandalio pensó por un momento éste se precipitaría, ya que ésta se encontraba medio abierta pese al ruido de los festejos. Ambos individuos cruzaron sus miradas y fue ahí cuando el pez estalló de una manera mágica. De cada uno de los pedazos de su organismo nacían peces, que tomaron la habitación en cuestión de segundos.  Sandalio volvió a la cama de un salto e intentó despertar a la Sindy a sacudida limpia. Los peces se estaban linchando con Sandalio, quien no podía abrir los ojos de tanta bofetada. Había aletas por todas partes.

—¡No por favor! —chillaba Sandalio—. Yo solo pretendía ayudar. Dejen de aletearme la cabeza por el amor de dios, que estoy estudiando.
—¡Sandalio!, ¡Sandalio! — Gritaba la Sindy—. ¡Despierta!
—¿Mamá? — preguntó el niño complemente desorientado.
— ¿Sandalio estás bien? — le preguntó su madre—. Estás sudado como un pollo y tienes la cara hinchada. Dime que no te ha pegado ningún niño de vuelta a casa.
—Mamá no te lo vas a creer—dijo Sandalio—. La habitación estaba llena de peces y tú no te despertabas. He recibido golpes por todos lados. Yo solo pretendía salvarle la vida a ese pez, nada más.
—Y lo has hecho mi amor— dijo la Sindy sonriendo—. Aunque no creo que la ensaladera fuese el lugar más idóneo para dejarle. De todas maneras, la vecina me ha dado un sobrecito con comida normal para que no se muera de hambre hasta el lunes que abren las tiendas.
—¿Qué estás diciendo mamá? —preguntó el niño—.

Y sin más, Sandalio pegó un brinco de la cama y corrió hasta la cocina. Eran las siete de la mañana y el sol ya iluminaba el cuarto. Al mirar desde el marco de la puerta vio lo que jamás hubiese imaginado, el pez estaba allí contemplando el amanecer con vistas al extrarradio.  Se acercó lentamente mientras le contemplaba lleno de satisfacción.

—Lo he conseguido—murmuró Sandalio—. Estás vivo amigo.
—¿Amigo? —dijo el pez mientras se giraba en dirección a Sandalio—. Ya puedes moverme de este rincón maldito amargas vidas. Con el mal trago que me hiciste pasar anoche y encima me quieres hacer madrugar.
—¿Perdón? — dijo Sandalio echándose para atrás.
—¿Aparte de feo también eres sordo? — Contentó el pez—. Te estoy diciendo que muevas el cuchitril este donde me has metido y me pongas en su sitio más oscurito, que es domingo joder.
—Otra vez no— se dijo Sandalio—. Esto no puede estar pasando.

Continuará…